Recuerdos lejanos ...

(Los amigos músicos)
A Berto lo conocí una tarde de lluvia en la Escuela de Música. Me gustó de inmediato su manera de ser franca y abierta. Gallego de nacimiento, conservaba su simpático acento por convicción. Integraba un grupo de amigos estudiantes del que pronto entré a formar parte. Era la década del 50 cerca del final….

En la casa de los Núñez, casa de muchachos músicos, donde nos reuníamos para charlar varias tardes, tomar café, comer o escuchar música, era común que anduvieran por el aire escalas y pasajes musicales.

Muchas veces, las notas vibrantes del corno de Delfino, encerrado en su cuarto, resonaban por las habitaciones. Luego aparecía, quejándose de aquel pasaje que había trabajado tanto y no conseguía dominar plenamente. Era sumamente autocrítico. Recuerdo con admiración y cariño, su talento, su dedicación y la lucha constante con el instrumento.

Becho, que siempre estaba con su violín como con una novia, jugaba con él.
Me querés? le preguntaba. Siii tequieeerooo, respondía el violín.
Verdad que yo te gusto mucho? Siii muuucho! Ah! mucho dijiste?.
Los dedos de la mano izquierda se deslizaban sobre las cuerdas más agudas. La prima, acariciada por sus dedos hábiles, ayudaba a simular la voz de una muchacha; y el le hacía arrumacos y el violín contestaba imitando la melodía de sus palabras.
Me voy ahora no? Nooo, no me dejes, no te vayas!! Ah que no te deje, que no me vaya?!
Jugaba y nosotros nos divertíamos con el juego musical que era a la vez mimo y requiebro.
De pronto cambiaba y de sus dedos surgía un pasaje de Shubert, pasional, intenso y Becho sufría las notas, y se desesperaba y se enojaba entonces porque no podía encontrar en aquel viejo violín sin alma, el sonido que buscaba; que soñaba.
Es un violín de lata! Un violín de lata, repetía.

Berto tocaba el fagot. Al principio yo lo veía como un instrumento muy difícil. Sin embrago, después de escucharlo un tiempo me entusiasmé y terminé enamorada de su sonido, cambiándolo por mi violín y dedicándole mis horas de estudio. Berto fue mi primer profesor, y con paciencia me enseñó los primeros secretos del fagot. Después comencé a estudiar en la Escuela de Música. Allí también concurría Farina, el italiano, que tenía en su casa un perro que aullaba como loco cuando él hacía sonar su violín. Seguro que al pobre perro le lastimaban los oídos los sonidos agudos. Estaba también Lazlo con quien fuimos compañeros en clase de violín, se dedicó luego a la viola con gran tenacidad, y entró en la orquesta A veces iba a la clase con los dedos cortados porque trabajaba en una carnicería. Waldo, otro de los hermanos Núñez, estudiaba también el corno. Antonio era el menor de los hermanos; su instrumento era el violín. Casi no aparecía en el grupo. Jovencísimo y audaz, una vez hizo la picardía de poner un disco, simulando estudiar y se escapó por la ventana. Después, claro, se las tuvo que ver con Núñez padre; que estaba acostumbrado a apretarle las clavijas; y nunca mejor empleada la frase.

En el grupo había dos chicas bonitas, soñadoras y juguetonas que a veces aparecían con un sombrero al que llamaban “el sombrero de la alegría”. Cuando llegaban, parecía que el lugar se iluminaba. Así pasábamos buenas horas, disfrutando de la charla, donde en agradable compañía reinaba la música.

El tiempo pasó. La vida cambió para todos.
Yo casada y con un primer niño, dejé mis estudios de fagot.
Años después me dediqué al teatro, hacer música, a cantar.

Una de las hermosas muchachas fue asesinada en un episodio confuso, en un balneario, hecho que nunca se aclaró.
Farina se casó con la hermana de Lazlo y emigró con su violín a otra tierra.
Tiempo después, tuvo problemas con sus oídos, se fue a operar a Alemania, pero seguro hubo mala praxis; y falleció.

Delfino viajó, volvió y se radicó después en Venezuela donde se distinguió como cornista y formó su familia. Un accidente de auto, se lo llevó.
Berto se casó con Noemí, su novia argentina y les nacieron dos niños. Después fue a trabajar a Venezuela, donde hizo carrera como fagotista y pedagogo. Sus hijos, dos grandes músicos.
Becho, se convirtió en un violinista, viajó, volvió, luego terminó en un hombre angustiado y al final, en el personaje de una canción que mucha gente quiere, sin saber su verdadera historia.

Cuando Berto se fue, fuimos con mi esposo y mis pequeños hijos, a despedirlo al aeropuerto. Allí estaban su esposa Noemí y sus dos niños haciéndole adiós. Desde arriba, en la terraza, lo vimos pasar junto con otros pasajeros por debajo del ala del avión. De vuelta a casa, Leandro, con sus cuatro años, comentó: “y allá iba Berto… con su fagotito..”
Voy a mandar a Venezuela una grabación y mis datos, me había dicho. Ya no quiero vivir más así; con la responsabilidad de un primer fagot, con un sueldo magro y con tan pocas oportunidades de progresar como músico; ahora tengo una familia. Y se fue con un contrato a Caracas. Dejó a Noemí y sus hijos chicos en Uruguay, mientras se radicaba, buscaba una casa y arreglaba sus cosas. Tiempo después, ella terminó por fin de vender los últimos muebles y enseres del hogar. La última vez que la vi antes de irse, estaba sentada en una silla en la habitación vacía, con una yerbera y un mate apoyados en otra silla. Los chiquilines, jugaban a pelearse en el dormitorio despoblado, donde no había más que un colchón en el suelo y las valijas hinchadas y prontas para el viaje.
No veo la hora de irme.
Si, te entiendo; vendiste todo?
Casi todo.

Cuando nos despedimos me abrazó y me dio la yerbera.
Tomá; cada vez que prepares un mate te vas a acordar de nosotros.
Te voy a recordar aunque no tome mate, le contesté entre lágrimas. Y así fue.

Dejé de tomar mate, pero conservé la yerbera durante treinta años, y su recuerdo no se me borra. Berto hizo una muy buena carrera en el exterior como fagotista y profesor. Sus dos hijos, siguieron sus pasos. Dos brillantes músicos que muy jóvenes se radicaron en Europa y se integraron a orquestas de importancia internacional, ejecutando el corno y el fagot.

Nos volvimos a ver. Ellos venían cada tanto a visitar el país y a los amigos y manteníamos el contacto mediante cartas y tarjetas. Nuestros hijos crecieron cada uno con sus historias. Formaron sus familias. Y también nos dieron la alegría de los nietos.

Una madrugada me despertó el teléfono. Murió Noemí, dijo la voz alterada de Carmen. Una enfermedad poco común se la había llevado después de larga lucha. “te voy a recordar aunque no tome mate” recordé; las lágrimas se me desbordaron, como aquella vez.

El tiempo sigue pasando o mejor dicho, nosotros pasamos, pasajeros del tiempo. Los jóvenes se hicieron grandes, los niños crecieron y nosotros seguimos nuestras actividades con la música. Algunos dolores se atenuaron con sorpresas y nuevas alegrías. Ya somos veteranos; los años nos han dado cosas para aprender y ser más conscientes de la maravilla que es la aventura de la vida. Y seguimos adelante, aprendiendo.

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El pan de Lima

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