La cueva de Nerja y yo

Nerja

En 1958 yo era un maestro novato con la cabeza a pájaros y la ilusión rayando en la utopía. Con tan absurdo equipaje cogí en Málaga al autobús y me fui camino de lo ignoto, que entonces, para mi, se llamaba Maro. Me habían destinado como propietario definitivo, aunque -cosas de la vida- lo decisivo se transformó en transitorio. Solo estuve nueve meses. [img_assist|nid=345|title=Maro|desc=|link=none|align=left|width=100|height=78] Maro, entonces como ahora, era un pueblecito de la Costa del Sol oriental, minúsculo satélite urbano de Nerja, de la que solo lo separaban unos cinco kilómetros. Estaba encaramado en lo alto de un acantilado, casi cortado a pico y asomándose tímidamente al Mediterráneo, el mar que lamía su breve playa como si le besara los pies con un gesto de civilizada cortesía. La playa de Maro, el sendero que zigzaguea cuesta arriba, los campos de caña de azúcar, el manantial desbordante y la vieja carretera! Se me agolpan los recuerdos entrañables en la garganta y la memoria. Y pienso que, en verdad, lo bueno, si breve, dos veces bueno.

Maro

Llegar a Maro fue como encontrar una familia. Mi escuela, la única masculina en aquellos tiempos de segregación sexual, acogía parvulillos y adolescentes en unitaria y desmañada mezcolanza. Mi compañera Manoli (desgraciadamente muerta poco después, cuando la vida empezaba a llenarla de entusiasmos y maravillas) jugaba conmigo a formar un coro infantil con chicos y chicas. La gente venia a vernos, nos invitaba a sus casas y nos contaba su vida a corazón abierto. Siempre echaré de menos la perpetua sonrisa de Manoli, las tertulias con los lugareños y mis solitarios paseos por la carretera de Almería.

Yo tenía tiempo y ganas para salir de paseo también con mis alumnos por aquellos alrededores donde la naturaleza era agreste y hermosa, no atropellada aún por el turismo. Nos íbamos a la parte montañosa y alta donde, un día cualquiera, me enseñaron la cueva del cementerio, como la llamaban.

La cueva del cementerio era bastante original: estaba justo debajo de nuestros pies. Dos agujeros redondos se abrían en el suelo, entre las piedras, a una distancia entre si de pocos metros. En realidad eran dos pozos con sus bocas abiertas al cielo. Por uno, el mayor, podíamos asomamos y ver el fondo lleno de escombros, basuras y huesos de animales. Pero era imposible bajar a menos que se descolgara una robusta cuerda. Por el otro, un estrecho tubo en vertical; bastaba abrir las piernas y los brazos y, con un pequeño asomo de número circense, descender hasta el fondo.

Ambos agujeros se comunicaban entre si una vez dentro. Gateamos por un pasadizo húmedo y terroso hasta que todo terminó en un pequeño espacio circular donde podíamos erguirnos casi sin dificultad. En un lado se abría una boca pequeña, clausurada por dos estalactitas, que parecía respirar: un airecillo salía de aquella boca subterránea. Yo introduje mi brazo hasta el hombro entre las estalactitas, lo único que podía hacer, y tanteé las paredes lisas de una especie de chimenea descendente. Luego retiré el brazo, despreocupado ante lo imposible, sin saber que unos metros más allá de mi mano se abría, espléndida y virgen, la Cueva de Nerja.

Tiempos felices aquellos. Yo tenía horas para todo, así que me puse a darle clase por la tarde a la muchachada masculina del pueblo (la segregación sexual la imponía en este caso la costumbre machista) a petición de ellos mismos, dicho sea de paso. Una tarde (¿fue por el mes de enero?) cuatro o cinco de los muchachos no acudieron a clase: José Luís, Francisco, Pedro, los hermanos Muñoz - ¿cómo se olvidan los nombres!-, y supuse que andaban pelando la pava o viendo una película del Oeste en Nerja. Pero no. Al anochecer irrumpieron en la escuela alborotando con frases entusiasmadas: ¡Hemos descubierto una cueva, don Carlos! ¡Es una maravilla! ¡Hemos visto huesos! ¡Tiene que venir a verla! ¡Nunca hemos visto nada parecido! Yo sonreía condescendiente -¡exagerados!, pensé- mientras escuchaba la explosión de palabras entremezcladas. Y así empezó todo.

Manoli y yo

Manoli y yo bajamos con ellos. Pasamos junto a los murciélagos dormidos y nos detuvimos ante la pequeña boca con aliento. Los muchachos habían roto las estalactitas y me mostraron, liberada, la entrada de aquella chimenea descendente. Tuvimos que meternos en ella en una postura incómoda: primero los pies. Luego sólo teníamos que dejarnos resbalar por la chimenea que no tenía más que unos dos metros escasos, pero, qué angustiosa claustrofobia, encajonados en aquel féretro circular, húmedo y opresivo. Volvimos a gatear, arrastramos la barriga por el suelo y salimos a un salón inmenso -la actual sala de los conciertos- en cuyas paredes se perdía la luz de nuestras linternas.

Como inexpertos principiantes en espeleología, llevábamos un transistor, que dejamos funcionando a pilas en aquella entrada, un rollo de cuerda, tiza y una gruesa madeja de hilo. Y nos fuimos a subir y bajar por aquellos vericuetos. Pasamos junto a los pesebres, los fantasmas, el órgano, el rincón que parecía arrancado a las mil y unas noches (hoy fuera del itinerario común) y cuando llegamos a la sala que llaman del cataclismo, nos quedamos atónitos. Nuestras luces no llegaban al fondo de la enorme sima circular y apenas distinguían la sorprendente, gigantesca y majestuosa columna que se elevaba desde lo profundo hasta el lejano techo. Nuestra respiración fatigosa por la caminata, me asustó. ¿Y si había gases tóxicos en aquellas profundidades? Decidimos volver otro día y con más gente.

Después, todo sucedió con suma rapidez. O al menos así me lo parece ahora. Bajamos muchas veces, subimos hasta lo que hoy es la entrada oficial, una cámara grande de cuyo techo colgaban las raíces de los pinos, merendamos allí, cantamos... y nos hicimos fotos. Los muchachos de Maro, sedientos de notoriedad, comunicaron la noticia a sus amigos de Nerja. Vinieron de allí, entraron, hicieron más fotos y se llevaron recuerdos de caliza. A poco, apareció en el periódico de la provincia la siguiente noticia: el Frente de Juventudes de Nerja descubre una cueva maravillosa. Se armó un barullo tremendo. Los vecinos de ambos pueblos se disputaban el descubrimiento y la posesión. Para poner un poco de orden, escribí al diario "YA" contando lo sucedido. Lo publicaron el 2 de junio de 1959... y me pagaron 150 pesetas. La gente de Maro se quedó más contenta. Los de Nerja habían salido en la prensa malagueña, pero ellos andaban volando por todo el ámbito nacional.

Espeleólogos y profesores malagueños vinieron a verla. Yo les di la mandíbula inferior de un cráneo humano que guardaba celosamente en la escuela. La Guardia Civil impidió el desguace de la cueva y se creó un Patronato. Vinieron más personalidades de todas partes. Los huesos no eran, como creímos al principio, cadáveres de gentes escondidas allí durante la guerra civil. Se tomaron medidas para hacer un buen trabajo de investigación, se abrió una entrada por donde nosotros habíamos supuesto que estaba más cerca del suelo, se clausuraron las dos bocas, escondieron tras sus estalagmitas focos y altavoces... Y nació la Cueva de Nerja.

Para entonces, yo no estaba allí para ver todo aquel ajetreo. Luego volví varias veces a la Cueva y la recorrí por puentes y pasarelas entre luces indirectas y música de fondo. Mis alumnos-amigos estaban allí trabajando como guías y nunca consintieron que pagara la entrada. Era nuestra Cueva.

Pero no. Nuestra cueva de Maro había sido un abismo de silencio y un paraíso de oscuras soledades. La Cueva de Nerja era otra cosa. Era patrimonio nacional y universal. La Cueva era de todos. Pero ya no era nuestra, de Manoli, de Francisco, de José, de Miguel...

Ahora, cuando desciendo aquellos escalones de la entrada me siento un extraño atolondrado. Y se me llenan los ojos de recuerdos. Porque de aquel maravilloso curso escolar solo me quedan ellos y unas cuantas fotografías en blanco y negro, un poco amarillentas por la edad. Como yo.

Carlos Saura Garre

Manoli intrépida

Manoli era intrépida, pero a veces necesitaba una pequeña ayuda por mi parte.

Casi todos

La foto no es muy buena, pero ahí estamos casi todos.

Más espectacular

Me subí a esta pared para que resultara más espectacular.

Hacia la abertura

Dos de mis alumnos gatearon hasta la abertura. Luego me ayudaron a subir. En aquel recinto, las raíces de los pinos pendían del techo.Estábamos muy cerca de la superficie.

Foto histórica

Esta vieja foto es la mejor, y no porque yo sea el protagonista. La estrecha abertura por donde estoy saliendo es histórica. Casi cerrada por una estalagmita, mis manos llegaron a tocarla, pero fueron mis alumnos quienes la liberaron y se colaron por ella. Puede imaginarse la claustrofóbica chimenea por la que nos veíamos obligados a entrar y salir.

En lo de Don Paulo

En lo de Don Paulo

Esto lo escribo y lo mando como una manera de decir "Felices Fiestas" compartiendo un recuerdo de cuando era niño

Encuentro

Encuentro

Y fue seguramente el primer viernes de diciembre, cuando algunas empresas suecas invitan a sus empleados a una cena de navidad.