En lo de Don Paulo

Esto lo escribo y lo mando como una manera de decir "Felices Fiestas" compartiendo un recuerdo de cuando era niño, con la esperanza de que nos mantenga el corazón callientito en estos tiempos tan fríos.



A la vuelta de mi casa estaba el puesto de Don Paulo, tenía una entrada abierta de garaje, con cajones de frutas y verduras que salían a un patio abierto y llegaban a la vereda, había un olor inolvidable, mezcla de cebollas y fruta pasada de madura.

Frente al puesto, quedaba el almacén donde comprábamos fiado, pero fruta y verdura no tenían.
Puesto no había otro en el barrio, algún almacén más lejano sí vendía verduras y estaba también el puesto del Ronco, pero allá en San Martín y Propios a unas cinco cuadras, cruzando calles con mucho tráfico, que a esa edad me las tenían prohibidas.

Mi abuela Tita, doña Delia para las vecinas, me mandaba bastante seguido al puesto a comprar tomates, cebollas, zanahorias, casi siempre algo con urgencia que faltaba en el momento, el grueso de las compras, las hacíamos en la feria del Cerrito los domingos.
La abuela Tita fue quien me enseño a cocinar, ella sufría de várices en las piernas y eso hacía que tuviera unas llagas muy dolorosas, que le dolían aún más, cuando estaba parada o caminando.
A los siete u ocho años, yo ya podía cocinar un guiso o un puchero con las instrucciones suyas, dadas casi siempre desde la cama, con las piernas siempre en alto para evitar la inflamación, me daba las cebollas peladas y picadas en un plato ya que eso era lo que menos me gustaba hacer.

Una mañana en lo de Don Paulo, que de casualidad no había ningún cliente, fui a comprar papas que estaban siempre atrás del mostrador. Para poner las papas en la bandeja de la balanza, don Paulo, que tenía sus años y sus kilos de más, me tenía que dar la espalda por unos segundos.
Justo al lado mío, a la altura de mi mano izquierda, había un cajón lleno de irresistibles ciruelas moradas y bueno, me eché una a la boca, al volverse Don Paulo seguramente me vio con la boca llena y tal vez también, vio algo del jugo de la fruta chorreandome por la pera.
Se puso furioso, me dijo que el no quería ladrones en su puesto y que no fuera nunca más a comprarle nada, para mi fue terrible ese momento y siguió siendo terrible por un montón de días más.

Ese día corrí lo más rápido que pude a comprar las papas a otro lado, cuando llegué a casa ya había pasado un buen rato, pero parece que la abuela no se dio cuenta de que algo raro pasaba porque no me dijo nada.
Fue feo lo que pasó y también recuerdo que lo que más me preocupaba, era que la abuela se disgustaría conmigo cuando se enterara de que tenía un nieto ladrón.

No tuve la valentía suficiente para contalo todo, me sentía sucio, pero la cosa fue quedando por ahí, yo sabía que la abuela no hacía mandados y creí entonces que sería difícil que se enterara de lo que me había pasado.

Pero la mentira tiene patas cortas, cuando pasaron algunas semanas en que cada vez que me mandaban a comprar una verdura, yo demoraba más de la cuenta y ademá, volvía a casa por otro lado que no es el del camino mas corto, la abuela Tita si se dio cuenta de algo y me preguntó porque yo no iba al puesto de Don Paulo.

No me acuerdo con que palabras se lo conté, pero se que me salieron a tropezones, ella no me dejó ni terminar, cuando escuchó que me había echado por comer una ciruela y que me había dicho que yo era un ladrón, con sus varices llagadas y todo, se calzó unas chancletas al paso y me agarró de una mano, en silencio tomó conmigo y mi culpa el camino del puesto.

Esa mañana no era como cuando me comí la ciruela, ahora el puesto estaba lleno de gente, incluso había vecinas en la vereda esperando su turno que saludaron abuela con un; buenos días Doña Delia y recibieron como respuesta su silencio.
Mi abuela Tita no me soltó la mano en ningún momento, tenía su cara roja de rabia, pero su voz sonó tranquila y clara cuando dijo que los niños que se comen una fruta nunca son ladrones, que los que sí son ladrones son los comerciantes y los puesteros como usted, que roban con la balanza, con los precio y hasta con el vuelto.

Parecía que cada palabra que decía sonaba más fuerte, con el silencio repentino que le otorgaron los sorprendidos clientes.
Terminó diciendo que su nieto, ese gurí flaco y paliducho que estaba creciendo mas rápido que núnca tomado de su mano, iba a venir comprar al puesto todas las veces que quisiera.
Don Paulo calló y otorgó, con una cara que no dejó dudas, el silencio también nos acompañó cuando salimos y también hasta llegar a casa, entonces fue cuando mi abuela me dio un beso y me dijo que bueno; hoy haremos un guiso de arroz.

Ojalá que mis nietas no tengan núnca que encontrarse con ningún Don Paulo para aprender, pero lo que sé es que si les toca, tendrán un abuelo que las tomará de la mano y hará lo que sea para defenderlas.

Siempre que recuerdo ese día, me pregunto si mi abuela sabría que no solo me estaba defendiendo, sino que también me estaba enseñando como se actúa ante algunas formas de injusticia. Algunos años después, cuando comencé a ir al liceo y escuché hablar de la acción directa, me pregunté muchas veces si dentro de ese concepto, no se podría incluir el ejemplo de mi abuela Tita de aquella mañana remota, en el puesto de Don Paulo.

También recuerdo que pasaron unos días antes de que tuviera que ir al puesto de nuevo, pedí a Don Paulo lo que me habían encargado como siempre, como si nada hubiera pasado, sin ánimo de revancha pero con un calentito por dentro, igual al que me viene ahora acordándome del caso.

Omar Lima

Vecinos del Cerro Limón

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La cueva de Nerja y yo

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Nerja

En 1958 yo era un maestro novato con la cabeza a pájaros y la ilusión rayando en la utopía. Con tan absurdo equipaje cogí en Málaga al autobús